Este artículo es el último que pongo en línea antes de mi partida. No voy a intentar, sería imposible, hacer un resumen de las 11 semanas pasadas en los territorios palestinos. En vez de eso trataré de presentar una síntesis de lo que considero los cuatro componentes esenciales de la opresión israelí.
Todo el mundo sabe que desde el año 2002 Israel está construyendo un muro gigantesco en Cisjordania. Lo que no se observa con frecuencia es que ese enorme muro de hormigón no es el único que ha erigido el Estado de Israel, aunque es el más obvio. Efectivamente, en la actualidad los palestinos chocan con cuatro muros que les impiden llevar una vida digna y conseguir sus derechos nacionales: un muro de hierro, un muro de alambre, un muro de cristal y un muro de hormigón.
El muro de hierro: el ejército israelí «
Aparte de los que están prácticamente ‘ciegos’ desde la infancia, todos los sionistas moderados han comprendido hace mucho tiempo que no existe la más mínima esperanza de obtener el acuerdo de los árabes de la tierra de Israel para que ‘Palestina’ se convierta en un país con una mayoría judía (…)
La colonización sionista, incluso la más limitada, debe completarse, es decir, llevarse a cabo ignorando la voluntad de la población autóctona. Por lo tanto, dicha colonización sólo puede seguir y desarrollarse bajo la protección de una fuerza independiente de la población local: un muro de hierro que la población autóctona no pueda atravesar» (1).
Esas líneas fueron escritas a principios de los años 20 por Vladimir Jabotinsky, líder de la corriente «revisionista sionista» de la que surgió el Likud y, entre otros, los primeros ministros Begin, Shamir y Sharon. Dichas líneas describen la doctrina del «muro de hierro»: en la medida en que los árabes de Palestina se opondrán a la creación de un estado judío en un territorio en el que son ampliamente mayoritarios, el movimiento sionista debe dotarse de un ejército poderoso, apoyado por los países imperialistas, que favorecerá la colonización y que, cuando llegue el momento, permitirá a los judíos imponer un hecho consumado a la población autóctona.
A pesar de la posición minoritaria de la corriente revisionista en el movimiento sionista (dominado por los laboristas de Ben Gurion), la doctrina del muro de hierro tiene muchos imitadores y en realidad fue uno de los factores que condujo a la creación de diversas milicias judías armadas; las más famosas fueron la de Haganah (creada en 1920), Irgun (1931) y el grupo Stern (1940). Estas milicias aterrorizaron a los habitantes árabes y fueron responsables de la salida forzosa de 800.000 personas durante los años 1947-49. Fue el grupo Stern, dirigido por Menahem Begin, el que perpetró la masacre de Deir Yassin en abril de 1948. Después de la declaración de independencia de Israel, la Haganah constituyó la columna vertebral del ejército israelí, el Tsahal, que absorbió rápidamente a las demás milicias.
Desde los orígenes del Estado de Israel, el componente militar ha desempeñado un papel clave para llevar a cabo la limpieza étnica indispensable para el establecimiento del estado judío sobre un territorio poblado mayoritariamente por no judíos. El muro de hierro, el ejército, sigue siendo actualmente uno de los pilares fundamentales de la política israelí. La lista de generales que se han convertido en ministros o primeros ministros es demasiado larga para citarla aquí, pero incluye, por ejemplo, a los generales Allon, Dayan, Rabin, Sharon, Barak, Ben Eliezer, Zeevi o Mofaz… En el parlamento actual los generales representan el 10% de los cargos elegidos. Cuando los generales pasan a la vida política no dejan de ser militares y este hecho dirige sus decisiones y grandes orientaciones políticas, como demostró ampliamente la añorada Tanya Reinhardt (2).
Además, «
Israel es el único país democrático en el que el jefe del ejército asiste a todas las reuniones del gobierno» (3). Y además, «
los generales tienen un arma que ningún político puede permitirse el lujo de ignorar: el control absoluto de los medios de comunicación. Casi todos los «corresponsales» y «comentaristas» militares son obedientes servidores del jefe del ejército y publican, como si se tratase de sus propias opiniones, las instrucciones del jefe del Estado Mayor y sus generales» (4). Este poder de los generales sobre los medios de comunicación permite mantener un clima de miedo permanente en una sociedad impregnada de contradicciones pero en la que el temor a la agresión extranjera y la unidad nacional, tras las operaciones militares, son sus cimientos. Por lo tanto, así se legitima un presupuesto militar faraónico: los gastos militares por habitante son 15 veces superiores en Israel que en Estados Unidos. El ejército israelí es uno de los más importantes del mundo y, con mucho, la primera fuerza militar de la región y la única potencia nuclear de Oriente Próximo.
El muro de hierro que quería Jabotinsky, entendido como un poderoso ejército que desempeña un papel principal en el desarrollo del proyecto sionista apoyado por los países imperialistas existe, por lo tanto, claramente. En la actualidad se encarna en la ocupación militar de Cisjordania y el asedio de Gaza. Los palestinos de los territorios ocupados son los testigos y víctimas directas de las decisiones que guían la política represora de las autoridades de la ocupación desde hace 60 años. Sus enfrentamientos cotidianos con el ejército en los puestos de control, las redadas o los miles de procesos judiciales militares, son la trágica ilustración de esta primera dimensión de la opresión israelí: la imposición, por la fuerza, de los hechos consumados del sionismo.
La tarea asignada al muro de hierro definido por Jabotinsky hace 85 años, es más actual que nunca: «Afirmamos que el sionismo es ético y justo. Y puesto que es ético y justo, se tiene que hacer justicia con independencia de que José, Simón, Iván o Ahmed estén de acuerdo o no» (5).
El muro de alambre: los campos de refugiados «
La tierra de Israel está habitada por los árabes (…)
Debemos prepararnos para expulsarlos del país por la fuerza de las armas, como hicieron nuestros padres con las tribus que vivían allí; si no, nos encontraremos frente a un problema representado por la presencia de una población extranjera numerosa, de mayoría musulmana, que está acostumbrada despreciarnos desde hace generaciones. Actualmente no somos más que el 12% del conjunto de la población y sólo poseemos el 2% de la tierra» (6).
Eso es lo que declaraba, a finales del siglo XIX Israel Zengwill, uno de los primeros colaboradores de Theodor Herzl, considerado el «padre fundador» del sionismo. Palestina no era, al contrario de la falacia que propagó el movimiento sionista, «una tierra sin pueblo». Los sionistas eran conscientes de este hecho y por eso, desde el principio, proyectaron la expulsión de los autóctonos para permitir la construcción de un Estado judío.
El plan de de división de 1947 otorgaba un poco más del 55% de Palestina al Estado judío. El objetivo declarado de los dirigentes sionistas es conquistar Palestina entera:
«
La aceptación del reparto no nos compromete a renunciar a Cisjordania. No se puede pedir a nadie que renuncie a su sueño. Aceptaremos un Estado en las fronteras que se fijan hoy, pero las fronteras de las aspiraciones sionistas son asunto de los judíos y ningún factor externo podrá limitarlas» (David Ben Gurion) (7).
Pero los judíos sólo representan un tercio de la población. Por lo tanto, la limpieza étnica era inevitable.
Los trabajos de los historiadores palestinos, además de los de los nuevos historiadores israelíes, especialmente Ilan Pappe y Benny Morris (8), han establecido que aproximadamente 800.000 palestinos fueron expulsados de sus tierras durante la gran expulsión de 1947-49, la «Naqba». Por otra parte, han demostrado que dicha expulsión no fue un daño colateral de la guerra árabe israelí de 1948, sino que fue el resultado de un plan preciso, el «plan Daleth», dirigido a limpiar la tierra palestina de la mayor parte posible de sus habitantes árabes. Así, más de la mitad de las 800.000 expulsiones tuvieron lugar antes de que empezase la guerra, lo que invalida la tesis comúnmente divulgada de que los aldeanos huían de los combates entre los ejércitos árabes y el ejército israelí.
¿Todos los refugiados huyeron por las amenazas directas de las milicias judías o algunos abandonaron sus tierras por miedo a las masacres? Los que discuten la tesis de la expulsión hacen de esta cuestión un asunto fundamental y se refieren constantemente a inencontrables registros radiofónicos que demostrarían que los regímenes árabes llamaron a los palestinos a huir de sus tierras. Más allá del hecho de que los trabajos históricos más recientes han demostrado ampliamente el carácter programado y sistemático de las expulsiones, este «debate» no es más que un juego de manos para desviar la atención de una verdad histórica que nadie puede negar: cualesquiera que fuesen las motivaciones que empujaron a huir a cada uno de los refugiados, ninguno de ellos ha podido regresar jamás a sus tierras.
Lo mismo que los otros cientos de miles de palestinos que han engrosado los contingentes de refugiados en otras oleadas de expulsión, especialmente en junio de 1967. Actualmente, según las cifras oficiales de la ONU, hay más de 4,5 millones de refugiados palestinos. Existen 59 campos, algunos todavía cercados de alambre, en Gaza (8 campos), Cisjordania (19), Jordania (10), siria (10) y Líbano (12). A esta cifra hay que añadir los refugiados no registrados por la UNRWA. Según la Oficina Central Palestina de Estadística (PCBS), en la actualidad hay alrededor de 7 millones de refugiados palestinos por todo el mundo, sobre una población total de poco más de 10 millones.
Por lo tanto, más de dos tercios de los palestinos son refugiados a quienes Israel niega el derecho de regresar a sus tierras. Como dijo Hussam Khadr, miembro de Fatah en el campo de Balata, ex diputado, y actualmente preso: «la causa palestina es la causa de los refugiados». Esto autoriza a cualquier observador mínimamente serio de la cuestión palestina a decir que cualquier «regulación» se atasca en las reivindicaciones del reconocimiento de la expulsión y el derecho de retorno se convierte así en descabellado y/o inadmisible. El muro de alambre que encierra al 70% del pueblo palestino en los campos y en un estatuto de refugiados permanentes es el segundo dispositivo insoslayable de la opresión fabricada por Israel.
El muro de cristal: el estatuto de los palestinos del 48 «
Están los ciudadanos árabes del Estado de Israel. Esa es nuestra principal preocupación. Que no acaba en Gaza. Que no acaba en Judea y Samaria (Cisjordania). Tenemos que enfrentarnos a nuestra principal preocupación» (Gideon Ezra, actual ministro israelí de Medio Ambiente y miembro del Kadima).
Existe un tercer muro que encierra a la población palestina y constituye un aspecto a menudo subestimado, o ignorado deliberadamente, de la opresión israelí. Es el «muro de cristal», utilizando una metáfora del periodista Jonathan Cook, que encierra a los palestinos de 1948, los mal denominados «árabes israelíes».
La minoría palestina en Israel, estimada en 1,3 millones de miembros (es decir, algo menos de un quinto de la población israelí), está compuesta por los palestinos que permanecen en las tierras conquistadas por Israel en 1947-49 y sus descendientes. El trato que inflige Israel a esta minoría y las medidas radicales que les impone una gran parte del establishment sionista, son reveladores de la inevitable discrepancia entre la realización del proyecto sionista del establecimiento de un Estado judío en Palestina y la satisfacción de los derechos naturales del pueblo palestino.
En virtud de la ley marcial que rigió de 1949 a 1966, los palestinos de Israel disfrutan desde 1967, en teoría, de los mismos derechos que todos los israelíes. Sólo en teoría porque las discriminaciones, aunque no están inscritas en la ley, persisten y se desarrollan. Del ministerio de Asuntos Religiosos, que no dedica más que el 2% de su presupuesto a las comunidades palestinas de Israel y rechaza acordar créditos para los cementerios «no judíos», a los numerosos municipios que se abstienen de utilizar la lengua árabe para la señalización de las carreteras, los casos de discriminación institucional son legión.
Si añadimos la discriminación en la contratación laboral, en el alojamiento o la debilidad de los créditos asignados por el Estado para el desarrollo económico y social de las ciudades y pueblos árabes (el 54,8% de los palestinos del 48 vive por debajo del umbral de la pobreza frente al 20,3 de los judíos), e incluso la negativa a reconocer la existencia de algunos de esos pueblos, está implantado un sistema de discriminación «paralegal» que Jonathan Cook denomina «un muro de cristal». Un muro de cristal que encierra totalmente a los palestinos de Israel en un estatus de ciudadanos de segunda, que sigue siendo invisible y permite a Israel afirmar que es un Estado democrático y no discriminatorio.
Las políticas discriminatorias frente a los palestinos a menudo se asumen por los dirigentes israelíes en nombre del interés superior de la construcción del Estado judío. Así, Ariel Sahron afirmaba en 2002 que mientras que los judíos tienen los derechos «sobre» las tierras de Israel, los palestinos tienen los derechos «en» el Estado de Israel. Así se entiende mejor por qué la reivindicación democrática elemental promovida por Azmi Bishara, ex diputado palestino en la Knesset (acusado por el ejército israelí de conspiración y exiliado desde 2007, N. de T.), de la transformación de Israel en un «Estado de todos sus ciudadanos» preocupa a todos los que intentan ocultar que Israel, lejos de ser «judío y democrático» es más bien, según las palabras de otro diputado, Ahmed Tibi, «
democrático desde el punto de vista de los judíos y judío desde el punto de vista de los árabes».
Los palestinos de Israel y sus derechos nacionales son un obstáculo para la edificación de un Estado judío en Palestina, De ahí que los encierren en un estatus de ciudadanos de segunda acusados constantemente de conspirar contra Israel, un fenómeno que se aceleró desde septiembre de 2000. Si el sueño sionista de un «Gran Israel» librándose de la población palestina ha fallado, algunos dirigentes israelíes agitan la amenaza demográfica y no dudan en comparar a los palestinos de Israel con un «cáncer» que hay que tratar de forma radical.
De los partidarios de la expulsión masiva, representados especialmente por el ex viceprimer Ministro Lieberman, a aquellos como Ehud Olmert, que proponen «separar» las zonas árabes más densamente pobladas (a ejemplo de lo que ha sucedido en Gaza y corre el riesgo de ocurrir en los cantones de Cisjordania), existe un amplio consenso en la afirmación de que el futuro de los palestino de Israel no está en Israel. Las cifras recientes indican que el 75% de los judíos israelíes son favorables a una transferencia de las zonas árabes densamente pobladas al hipotético «Estado palestino».
El muro de cristal que encierra a los palestinos del 48 en una posición de ciudadanos de segunda es la tercera dimensión de la opresión israelí. Puede ser imperceptible para quienes no quieren verlo. Cada uno deberá preguntarse, por lo tanto, cómo un diputado israelí (Effie Eitam) ha podido declarar recientemente en la Knesset, sin preocuparse por las consecuencias, enfrentándose a los representantes de los palestinos del 48: «Algún día os expulsaremos de este edificio y de la tierra del pueblo judío».
El muro de hormigón: los cantones «
Israel tiene la obligación de poner fin a las violaciones del Derecho Internacional de las que es autor. Tiene la obligación de detener ipso facto las obras de construcción del muro que está construyendo en el territorio palestino ocupado, incluido dentro y alrededor de la periferia de Jerusalén Este, desmantelar inmediatamente la estructura construida en dicho territorio y derogar o dejar sin efecto, desde este momento, los actos legislativos y reglamentarios correspondientes» (Dictamen de la Corte Internacional de Justicia del 9 de julio de 2004) (10).
Por lo tanto, el muro de Cisjordania se ha declarado ilegal por la Corte Internacional de Justicia. Pero eso no impide que Israel prosiga la construcción y tenga previsto terminarlo en 2010. Al final, el muro medirá más de 800 kilómetros. Un muro de hormigón que llega a veces a 8 metros de altura; la presunta «barrera de seguridad» integrará «de hecho» alrededor del 45% de Cisjordania y al 98% de los colonos del Estado de Israel y destazará «el Estado palestino» en tres territorios aislados, que a su vez se subdividirán en 22 pequeños enclaves «conectados» por los túneles construidos bajo las carreteras de uso exclusivo de los colonos, que medirán alrededor de 1.250 kilómetros (11). Una parte de los 600 puestos de control y las barreras que actualmente cubren Cisjordania desaparecerán, los demás se mantendrán para controlar las entradas y salidas de los cantones. En dichos cantones verá la luz una entidad palestina auto administrada que algunos se atreverán, incluso, a llamar «Estado».
Aunque el muro se empezó a construir en 2002, su origen se remonta, de hecho, mucho más allá. Exactamente al 10 de junio de 1967, cuando acabó oficialmente la Guerra de los seis días. Al final de la guerra, Israel había conquistado efectivamente, entre otras cosas, el resto de la Palestina teóricamente repartida en 1947 y la capacidad de ejercer su autoridad sobre Cisjordania y la Franja de Gaza. Una victoria militar más rápida y más fácil que la del 48, pero con una diferencia fundamental: al contrario de lo que pasó entonces, la mayoría de los palestinos no se fueron. Por lo tanto, el hecho militar creó un problema a los dirigentes sionistas: En ese momento Israel tuvo que asumir a los palestinos de Cisjordania y Gaza, que se sumaron a los palestinos del 48. La pretensión del Estado de Israel de ser al mismo tiempo un estado judío y democrático apareció, por lo tanto, seriamente amenazada.
Para responder a esa contradicción, un general laborista, Igal Allon, presentó al Primer Ministro Levi Eshkol, en julio de 1967, una solución alternativa a la expulsión, que comprometería el apoyo internacional del que gozaba el Estado de Israel. La filosofía del «Plan Alllon» es la siguiente: renunciar a la soberanía sobre las zonas palestinas más densamente pobladas conservando el control exclusivo sobre el valle del Jordán, la ribera occidental del mar Muerto y Jerusalén, donde los límites municipales se expandieron considerablemente. Así se establecería una entidad palestina constituida por cantones aislados y con las atribuciones de soberanía limitadas. Allon no respondía a la cuestión de si dicha soberanía sería confiada a los autóctonos, a Jordania o a Egipto.
Aunque el Plan Allon no se adoptó oficialmente por el poder israelí, es el que guiará, con ciertas variaciones, la política del Estado sionista desde el año 1967. La disposición de las colonias, el trazado de las carreteras de circunvalación reservadas a los colonos y la fragmentación progresiva de Cisjordania son la aplicación concreta del plan del general Allon. Los Acuerdos de Oslo y la división de Cisjordania en zonas A, B y C, están directamente inspiradas en dicho plan. Incluso el general Sharon, ferviente partidario de la expulsión de los palestinos, acabó adoptando, con modificaciones, el Plan Allon. En ese sentido está la «retirada unilateral» de Gaza en 2005 que, lejos de ser un «gesto de paz», es una decisión pragmática de abandono y asedio de una zona palestina muy densamente poblada. La decisión de construir el muro, si la interpretamos debidamente como la renuncia a la anexión del conjunto de Cisjordania, no es más que la aplicación de la última etapa del Plan Allon.
El muro traza los límites de los cantones palestinos, las zonas demasiado pobladas que no quiere administrar Israel. Ese es el «Estado palestino» del que hablan los dirigentes israelíes, que jamás se han planteado la restitución de los territorios ocupados en 1967. ¿Cómo explicar, si no, que continúe la colonización a un ritmo cada vez más desenfrenado, a pesar de los llamados «procesos de paz»? Efectivamente, en la actualidad viven en Cisjordania más de 500.000 colonos (frente a los escasos 200.000 de principios de los años 90), su número crece a un ritmo tres veces superior al del resto de la población israelí y pronto representarán el 10% de la población judía de Israel.
El muro de hormigón, del que ya se han construido más de 500 kilómetros, es la expresión más patente, 60 años después de la gran expulsión y 41 años después de la ocupación de toda Palestina, de la cuarta dimensión de la opresión israelí: la negación del derecho de los palestinos a ejercer una auténtica soberanía.
Conclusión, el quinto muro: El muro de silencio Muros de hierro, de alambre, de cristal y de hormigón: inmateriales o trágicamente reales, estos cuatro muros son el símbolo de las diversas caras de la opresión de la que es víctima el pueblo palestino. Los tres últimos son los que encierran los tres componentes de la nación palestina (refugiados, palestinos del 48 y palestinos de los territorios ocupados) en diversos estatutos de ciudadanos de segunda. El primero, el muro de hierro, el ejército israelí, es el medio por el que el Estado de Israel creó y perpetúa la opresión.
Quisiera hablar de otros muros. Especialmente de las celdas en las que se pudren 11.700 presos políticos palestinos, entre ellos docenas de diputados o ex diputados, ex ministros, un ex viceprimer ministro, el ex presidente del Consejo legislativo y numerosos alcaldes y concejales. Entre esos 11.700 presos, varios miles nunca han sido juzgados. Otros varios miles están condenados por los tribunales militares sin pruebas, sobre simples presunciones o por «delitos de intención», como el joven francopalestino Salah Hamouri (12).
Pero hay otro muro que quiero recordar en esta conclusión. Un muro que se diferencia sustancialmente de los demás, en la medida en que quienes han decidido su construcción no son los dirigentes sionistas o el establishment israelí. Ese quinto muro, al que se enfrentan todos los días desde hace sesenta años los palestinos, es el silencio ensordecedor de la «comunidad internacional» ante la negación de sus derechos nacionales.
Un muro de silencio tanto más incomprensible para los palestinos porque se trata de la misma comunidad internacional que con regularidad, especialmente la ONU, recuerda la obligación de respetar esos derechos. La ONU creó, por la Resolución 181, el Estado de Israel y lo acepta en su organización con la condición de que cumpla las demás resoluciones, especialmente la 194, que afirma el derecho de retorno de los refugiados. Ya vemos el resultado.
El silencio de la «comunidad internacional» es todavía más sorprendente cuando se compara con las grandilocuentes declaraciones de apoyo a Israel, a su seguridad, y las no menos grandilocuentes condenas a la resistencia palestina, que contribuyen, todavía un poco más, a aislar a los palestinos y asfixiar sus reivindicaciones.
A pesar del aislamiento y el abandono de muchos de sus dirigentes, los palestinos no renuncian a conseguir sus derechos. Aunque saben que Israel cuenta con el apoyo incondicional de los dirigentes de las mayores superpotencias, ellos siguen llamando todos los días a las poblaciones del mundo entero para romper el silencio, para volcar la lógica actual que, en nombre de «la paz», va en el sentido de la protección de Israel y la consolidación, en vez de la destrucción, de los muros que los encierran.